Aparentemente, se trata de una paradoja: el miedo es una emoción desagradable que rehuimos y, sin embargo, nos encantan las películas de miedo. ¿Por qué? ¿Por qué buscamos sentir «terror» de forma deliberada?
A continuación, exponemos los procesos químicos que se desarrollan en nuestro cuerpo como consecuencia de la sensación de miedo y que explican por qué muchas personas disfrutan con las películas de miedo y otras experiencias «terroríficas»… siempre que tales experiencias sean, en realidad, ficticias.
Ya lo decíamos a la hora de hablar del miedo como herencia cultural y genética: el miedo es una emoción primaria imprescindible para la supervivencia. Es una forma de alerta heredada de nuestros ancestros que sirve como catalizador de una respuesta neuroquímica que tiene por objetivo protegernos ante un peligro. El miedo nos pone en guardia activando diversos estados que permanecen generalmente en reposo.
Y esta es la primera causa por la que el miedo puede convertirse en una emoción tentadora: el miedo nos activa, nos despierta, nos enardece, definiéndose coloquialmente como un «subidón» químico, una euforia momentánea.
Es algo que se aprecia cuando asistimos a una situación de gran tensión. Por ejemplo, cuando un avión aterriza en medio de una fuerte tormenta y durante segundos todos los pasajeros contienen el aliento mezclando risas nerviosas con gestos aprensivos. Pero cuando finalmente el avión toma tierra y el peligro ha quedado atrás, todos se miran aliviados con la piel de gallina, pero felices, casi eufóricos, como un baño de vida.
La reacción hormonal ante el miedo comienza en la amígdala que envía señales instantáneas al resto del cuerpo para que se prepare ante una situación de peligro. La alerta conlleva que las pupilas y los bronquios se dilaten, aumenta la frecuencia cardiaca y la presión arterial, todo ello para estar preparados por si fuera necesario hacer un gran esfuerzo físico en poco tiempo. Nos estamos preparando para responder a una supuesta amenaza.
Tal y como sucede cuando practicamos deportes de riesgo, es la química de nuestro organismo la que se pone en marcha cuando se considera que estamos en peligro: se segregan hormonas como la adrenalina o la norepinefrina.
Esta última puede funcionar como neurotransmisor del sistema nervioso simpático que está relacionado con la respuesta de lucha o de huida ante estímulos externos que pueden poner en peligro al organismo. Por ello, aumenta la frecuencia y fuerza de los latidos del corazón, dilatando bronquios y pupilas y estimulando la producción de sudor por las glándulas sudoríparas.
Este mecanismo nos acompaña desde hace miles de años, cuando las amenazas físicas eran casi permanentes. En la actualidad, sin embargo, no es necesario protegerse a diario de situaciones peligrosas, como pueda ser la presencia de depredadores.
Y es por ello que, en diversas ocasiones, el ser humano busca volver a “sentir el miedo” como forma de activar esas reacciones hormonales que se viven con experiencias intensas e incluso agradables, teniendo en cuenta que no hay peligro real ya que se trata de experiencias controladas —como la mayoría de los deportes de riesgo— o puramente ficticias, como las películas de terror.
¿Cuántos espectadores siguen temblando con tan solo ver como un niño recorre en triciclo una moqueta de un hotel? ¿Cuántas veces nos habremos duchado mirando de reojo a la puerta del baño… por si empiezan a sonar los violines de Herrmann? ¿Y cuántos nos hemos puesto en la piel de Ripley, deseando ayudarla en su terrorífico mano a mano con el alien en la Nostromo?
Cintas como «El Resplandor», «Psicosis», «Nosferatu», «La semilla del diablo», «Suspiria», «El Ente, Ju-on» o «¿Quién puede matar a un niño?», se han convertido en referencias del cine de terror. Películas que ponen los pelos de punta con legiones de fanáticos que siguen revisando una y otra vez sus historias.
Y aunque ya las hayamos visto una decena de veces, todavía nos cuesta un poco apagar la luz al irnos a la cama, pero siempre con la sensación de haber vivido una cautivante experiencia. Porque nos gusta pasar miedo… en la butaca del cine o el salón de casa.
Y es que el mecanismo automático de defensa ante una situación de peligro sigue funcionando de la misma manera que cuando nos ocultábamos de mamuts o tigres dientes de sable. Pero, a diferencia del ser humano prehistórico, ahora nuestro lado racional nos indica que no hay peligro alguno viendo una película de terror instalados cómodamente en el salón de casa.
Es por ello que las películas de miedo suponen para muchos espectadores una experiencia adictiva hasta convertirse para la industria cinematográfica en uno de los géneros más rentables incluyendo numerosos subgéneros como el terror sobrenatural, el terror psicológico o las películas sobre posesiones diabólicas que surgieron a partir de la seminal «El Exorcista».
Este entusiasmo por el cine de terror se explica también por la empatía y el aprendizaje vicario, dos elementos fundamentales de la experiencia de inmersión narrativa. El espectador debe introducirse en la historia hasta el punto de que los ojos del protagonista sean los suyos. Empatizamos con el protagonista y aprendemos a través de él a enfrentarnos a situaciones extremas.
En este sentido, también nos gusta pasar miedo con las películas porque estas historias suelen ofrecer la cara oculta de la realidad, un lado desconocido, a menudo fantástico, pero siempre seductor de cara a completar el sentido global de la realidad. Al fin y al cabo, el cine —no solo el de terror— nos sirve también para engalanar una realidad a menudo demasiado prosaica.
Conviene matizar que no todo el mundo disfruta con las películas de miedo. Y esto se debe a varias circunstancias. Están aquellos con «exceso» de empatía cuyo proceso de inmersión es tan intenso que la emoción del miedo se percibe como demasiado real hasta el punto de confundir ficción con realidad. A esta clase de espectadores no les compensa sentirse tan «vivos» con una película de terror como para luego no pegar ojo durante la noche.
Por otro lado, está el caso contrario: aquellas personas a las que les cuesta meterse en la historia, que, en vez de personas, ven personajes y perciben permanentemente la mano del director, como si casi pudieran ver a todo el equipo de rodaje tras las cámaras. Esto supone que, a menudo, las películas que deberían «dar miedo» hagan reír (o algo peor) a este tipo de espectadores.
Y, por último, están los clichés típicos del cine de terror, recursos a menudo eficaces para generar «suspense» en las películas pero que en no pocos casos restan verosimilitud a la narración lo que puede terminar perjudicando la capacidad para fascinar, aterrar o, incluso, entretener.
Es la final girl que siempre aguanta estoica hasta el final, el amigo gallito que siempre muere el primero, la falta de cobertura del móvil —el dichoso móvil es el mayor enemigo del cine de terror—, el «¡vamos, arranca!» del coche —los coches de las pelis de miedo nunca pasan la ITV—, el asesino parsimonioso que siempre es más rápido que el protagonista, la policía siempre llegando tarde, cuando ya está todo el pescado vendido y el asesino bien muerto. Y, por supuesto, el cabo sin atar por si hay que hacer una secuela… o toda una saga. Pero, en fin, aún con todo, nos encanta, ¿no?
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