En la antesala al estreno del capítulo final de la ficción –llega este martes 16 a Netflix–, tres especialistas en la materia desmenuzan las razones por las que creen que la historia encabezada por Bob Odenkirk logró imponerse en calidad y profundidad a su serie madre.
Cuando se anunció una precuela de Breaking bad, hasta entonces la obra maestra de Vince Gilligan, había sobradas razones para dudar de lo que podía resultar: las segundas partes nunca son buenas y del universo de Albuquerque parecía haberse contado todo. El estreno de Better call Saul, en 2015, tuvo las miradas puestas en los guiños a su predecesora y las comparaciones eran majaderas, forzando algo que en la práctica tenía pocas similitudes.
Muchos fans de la historia sobre cómo Walter White se convirtió en Heisenberg no consiguieron enganchar con la trama de cómo Jimmy McGill se transformó en Saul Goodman, tal vez porque mientras en la primera hay épica, en la segunda hay tragedia. En una entrevista de Bob Odenkirk al New York Times, decía que Breaking bad tenía una historia más universal, con un hombre en crisis de mediana edad, con más armas y peligros, mientras que Better call Saul era una serie más interna, un viaje personal.
Tres temporadas se tomó la precuela en contar la compleja relación de los hermanos McGill: 30 capítulos en situar el por qué Jimmy necesitaba cambiarse de nombre, no para crear un alias como Walter y vender drogas, sino para dejar de vivir en las sombras de su hermano. Más aún: el divertido y muy kitsch abogado de Breaking bad recién aparece, levemente, en la última parte de la sexta temporada. Y ese ha sido el gran truco de Better call Saul.
Mientras Walter era un hombre al que lo devoraba el ego y la maldad (ya en la segunda temporada dejaba morir a Jane), Jimmy puede ser un chanta y un estafador de poca monta, pero es bienintencionado y, quizás el motor de la historia, alguien que no puede evitar ser quién es, dañando/decepcionando a su círculo, pero siempre a su pesar. Y ante ese personaje tan humano es imposible no rendirse como televidente.
Better call Saul no existiría sin Breaking bad, y si la supera en calidad no es porque la serie madre sea «más mala», sino porque gracias a ella el equipo realizador tuvo un aprendizaje y consiguió libertad creativa y económica para hacer lo que quisieran. Que en el primer capítulo de la tercera temporada de Better haya 10 minutos en silencio con Mike revisando su auto, para encontrar un chip rastreador, es solo uno de los tantos ejemplos de ello.
El viaje de ver Better call Saul ha sido extraordinario no solo por su propuesta narrativa y el riesgo que han tomado en contar la historia de un modo que casi no se hace hoy en TV. Su fotografía apabullante, el modo western para delinear a los narcos, el rompecabezas que han armado para unirla a Breaking bad en su temporada final y el equilibro que han encontrado para sumar drama y comedia la convierten en un caso excepcional.
Aunque en esa suma lo más admirable es el cast que consiguieron: no hay personaje aburrido, como sí ocurría con algunos secundarios de Breaking bad. Aparte de Jimmy, Mike y Kim, las historias de Gus, Nacho Varga, Lalo Salamanca, Howard, Chuck y tantos más han tenido todo el tiempo del mundo para hacerlos tridimensionales y explicar sus motivaciones. Por eso a Better call Saul hay que ubicarla, ahora que se despide, en el mismo grupo donde están The wire, Los Soprano, Mad men, Six feet under y Twin Peaks. Por cierto, junto a Breaking bad, pero en su versión mejorada, gracias al talento de los mismos realizadores, en estado de gracia creativa, hace ya más de una década.
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